domingo, 5 de julio de 2009

el andén

El perfume roto de hojas secas quemaba mi nariz ese atardecer en el que después de tantos años, nos volvimos a encontrar. Me estaba escapando, ya no sabía de qué, ni por qué, ni cuándo, ni cómo. Tantos años de correr en círculo y quebrar el aire con mi voz me habían cansado, y ya no recordaba cómo aferrarme de la cornisa con dedos atrofiados, para no despeñarme. Ya no podía más erguirme sola.
Desde pequeña había caminado por el mundo con la certidumbre de que la vida era mía y sólo mía, y de que sólo podía forjarla a través de la mirada prístina y desafiante de mis ojos color ámbar y de la tensión de mis músculos al empujar contra el suelo, y patear para adelante. En esos los años de remolino me llevé el mundo puesto, me caí muchas veces. Y cada vez que me levantaba, echaba un poco de tequila en mis rodillas y volvía a ser yo. Pero tanto alcohol, tantas vendas y tanto tiempo no lograron sanar las magulladuras de tu amor arremolinado.
A lo largo de nuestros septiembres nos cruzamos, nos amamos, y nos desencontramos. Y esos desencuentros hirientes fueron siempre culpa mía, de la efervescencia de mis venas, que vio todo lo que necesitaba delante suyo, y por miedo, por inexperiencia o por simple estupidez lo dejó partir. Ahora con las arrugas del entendimiento y del fuego cruzadas en mi corazón, entendí por qué nunca, después de tantos amores y desamores, de tanto ir y volver, dejé de pensar en ti un solo día. También fue por eso que cuando nos cruzamos en ese andén desvencijado y anacrónico en el oeste, cuando te vi, tanto tiempo después, las palabras fueron vanas, y no pronuncié ninguna: te miré, me miraste, nos reencontramos, y supimos todo. Nos besamos, embarcándonos en un torbellino de sensaciones, en una nueva efervescencia, la del sabernos juntos, finalmente, y cuando años después despegamos nuestros labios, nos entrelazamos las manos, nos subimos al tren y viajamos hacia el poniente.





no es tan copado pero bueno.