viernes, 12 de junio de 2009
kohinoor efimerai
Discúlpame si me equivoco cariño, no es sólo un tonto intento de escapar de ti, no es comerme la ultima migaja de pan: es todo aquello que no entiendes, porque cuando ves el cielo no ves que detrás de la luz hay oscuridad, que todo fin tiene principio, que eres tan frugal como aquella mariposa que está posada sobre la cerca o mejor dicho que estaba posada allí, pues ha salido volando ahora hacia la muerte. No pongas esa cara, dulzura, que tú y yo corremos en sendos túneles hacia ella. ¿No ves que me has hecho –no sin ninguna razón- correr en círculos?... ¡a veces eres tan cruel, azúcar morena! De todos modos, ya no exclamas victoria como antes: ahora eres taza, pura taza ya que mientras giro y giro y giro y giro nada menos que como soquete en lavarropas tu empiezas a darte cuenta, lentamente y con horror de que las vueltas que dará la tierra son contadas para ti… ¡No llores, cielo, no es para tanto! Aquel libro grande y encuadernado en piel de carnero dice que vivirás por siempre. Deberías entender, después de aquella cuenta telefónica que hizo que tengas que vender el maletín de cuero que tanto amabas, que dos más dos no siempre son cuatro, y que… ¡Basta, cesa ya de gritar, despertarás al niño sin ojos! En fin, a veces crees ingenuamente que tú y yo somos cuatro. A veces crees –y caes en ese momento en la trampa del hurón- que los poemas solo pueden ser rimados y que la prosa es algo con menos sentido que aquella tarjeta de crédito que tienes en la mano. Creíste todo este tiempo que tú y yo éramos blanco, uno más puro que la luz que hace que respiremos tan tortuosamente. Deberías entender a esta altura que nosotros no somos blanco; somos, vida mía, del color mas impuro que se puede ser, estamos hechos del color de la efimerísima mortalidad.
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