domingo, 16 de mayo de 2010

Déjate caer

No hay océano sin paz y la paz, a veces, es un océano. Una eternidad insondable, de silencio ruidoso, de frío, de vida y de vacío. La vastedad, el agua que corre por tus venas, pura, a mansalva. El choque, la patada, y después, la calma. No hay océano sin paz, la paz, el océano... Nada como ahogarse lentamente en el océano del ser, sentir con violenta tranquilidad las ataduras que te oprimen el pecho… Luego, la insurrección. La inspiración violenta, el eslabón que apunta al provenir: los peces perennes, las algas oscilantes, un barco que se hunde al infinito. Un hombre que grita en la oscuridad y se deja llevar, su sangre, el agua, las algas, los peces, vos, solo, acompañado de la infinitud, la aplastante oscuridad. Es la vuelta al vientre, la muerte, que es vida. La caída no termina y al fondo hay luz... la terrible luz de un océano en nuevamente en paz.

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