Recorría, vacía, las camas ajenas, con despecho, con la saliva espesa, con ganas de marchar. Frecuentaba en el velo del ocaso bocas amargas, lejanas, fortuitas, a la vera del amor, que no llegaba. Corrían en ese entonces los últimos días de un verano agitado, sudado, de olvido en el abrigo de pechos de respiración entrecortada. Kika, llamémosla así, era una de esas mujeres, anacrónicas, de coraza dura, y corazón batiente, que no se dormía en los laureles de sus años de soledad, y remaba, todavía, en contra de la corriente. Con sus pestañas de camello y sus pupilas asesinas, contaba los hombres, los días y esperaba impaciente. De día, corría hacia la luz del sol, y el amor de su vida, que con sonrisa lobuna le decía "espera más, niña, espera más". De noche, ante la ausencia de amor, ella se arrancaba las venas y exhalaba veneno, en habitaciones oscuras, de hombres desconocidos. Buscaba algo, algo para olvidar. Y encontró su cuerpo, y la anestesia, y los juntó, y se olvidó, y se durmió.
Al despertarse, se excusaba rápido y partía. Y volvía a ver al lobo. De a poco, fue creando dientes, y garras, y palabras, y se batió a muerte con el rencor. Con una flor de amatista logró invocar a la primavera y sobre su lecho cayeron rosas. Y el rencor las marchitó. Ella busco un escudo para salvarse de la amargura, y encontró solo gritos sordos, guardados en un cajón. Para salvarse, corrió, y en el brío de una noche casual recuperó fuerzas, y perdió otra pieza de su eterno rompecabezas. Las ruedas de su mente giraban y la forzaban, abriéndole los brazos, tironeándole las piernas. Y comenzó a llover. El vano manto de hedonismo, que había defendido a costa de muchas cicatrices, aquel propósito, no tenía propósito cuando de él se trataba. Muy a su pesar, el corazón dictó la muerte de ella, con redoblantes y piruetas. Y ella se encarmó en un trapecio y voló, sobre el mar y las sirenas, evadiendo aquellas piernas, hasta encontrarse, por fin, con tu ser y se elevaron, juntos hacia un nuevo amanecer.
viernes, 27 de febrero de 2009
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